Hijo de ladrón o la micro-historia financiera partidaria en un país decente

Hijo de ladrón o la micro-historia financiera partidaria en un país decente

Un sistema político que -para desgracia de unos pocos- se desmorona con aquella inexorabilidad que los marxistas imaginan para el capitalismo de los otros, era el escenario menos pensado para la república surgida de la restauración partidaria instaurada desde la Constitución de 1980. Afortunadamente, esa realidad está presente, con fuerza, en estos últimos meses. Las noticias “políticas” de los últimos tiempos han tenido como referencia la relación negocios y política, relación inexacta por cuanto se trata de poner en transparencia los intereses de particulares y el verdadero papel de los representantes elegidos por voto popular.

Esta aclaración es necesaria especialmente cuando el tono de los medios -hablando de manera general- trata de hacernos obviar el papel exacto de las personas que trafican entre ambos aspectos implicados.

En sus comienzos, cuando los indicios acusadores iban contra el partido más conservador del espectro político parlamentario, hubo la ocasión para los entusiastas de las denuncias por desquite, presurosos de apurar la sepultura -¡vaya ilusos!- de “una derecha” vacilante y dialógicamente simplona, quizá con la esperanza de que al ejecutar su acción se iba a remecer una parte muy importante de la estructura del $istema -en realidad, solo uno de sus elementos significativos- con el tema de los aportes reservados (sic) de alguna entidad empresarial a sus campañas electorales. Sin embargo, yendo de lado a lado, de los antecedentes en circulación pública la conclusión es que la mayoría de los candidatos vencedores -y muchos derrotados- recibieron importantes aportes directos o indirectos del estamento empresarial, por más que alguno haga discurso y manifestación mediática de honestidad,  transparencia, de prédica de ética de la responsabilidad.

En un país de desmemoriados practicantes conviene dar un resumido repaso a ciertos hechos de los últimos cincuenta años, a partir de la transición entre  ciclos económicos.

Cuando los partidos que, en parte, integran la Concertación -léase socialistas, radicales, mapucistas, comunistas y miristas reconvertidos, etc.- integraron ese proyecto “político” denominado Unidad popular, que gracias a la Democracia Cristiana llegó al poder en 1970, la economía chilena se encontraba en una fase de ensimismamiento que auguraba malas perspectivas a mediano plazo y muy malas en el largo plazo, lo que había motivado a un grupo de académicos de una prestigiosa escuela de economía nacional en investigar y redactar un documento marco para un cambio radical en el manejo de nuestros asuntos económicos. A pesar de los malos presagios, los ideólogos del cambio sabían que la economía nacional era capaz de sostener parte de las aspiraciones de la Comunidad Nacional, en una cuantía más que mínima.

El proyecto económico de la Unidad Popular fue la reconversión de la economía “capitalista” existente por una economía socialista, según el modelo operante en los países del socialismo real, propuesta anunciada como dispensadora de amplios beneficios para los necesitados del país. No resta mérito consignar que la economía socialista como tal no existe por sí dada su entera dependencia de la estructura de la economía “liberal”, a la cual “corrige” en términos de distribución de utilidades. Las experiencias “mixtas” del siglo XX han mostrado que la economía socialista pura es insostenible por cuanto su plataforma de acción es distributiva, no productiva. En síntesis, más allá del discurso ideológico, la economía socialista no es otra cosa que una economía capitalista modificada en la distribución de utilidad del sistema productivo, en que el agente distribuidor pasa a ser el ente estatal ideologizado en reemplazo del distribuidor privado.  Con todo valga dejar establecido que este comentario no forma parte de los panegíricos de la economía liberal, salvo la indicación expresa que es una forma económica que funciona y produce riqueza, más allá de la crítica de cómo la distribuya.

Volviendo al Chile de la década del 70, el asalto unipopular a las finanzas y la estructura “capitalista” de la sociedad chilena fue un acto de torpeza y barbarie. Por esos años el “gran capital” era inexistente en Chile, a pesar de toda esa operación psicopolítica de desmemorización a la que las actuales autoridades someten a nuestros connacionales; en efecto, la estructura empresarial era anacrónica y muy contadas empresas tenían una cierta capacidad exportadora, de un volumen  insignificante en los términos exigidos por los países desarrollados para hablar en igualdad de condiciones -los amantes de las estadísticas pueden comparar los índices de intercambio comercial para darse cuenta de esto.

La destrucción de las pequeñas empresas por parte de la UP, a la larga, vino a favorecer a  quienes se suponía que debían ser eliminados para obtener sus fines utópicos: al gran capital financiero. Si lo hicieron con la intención de apropiarse, en un futuro próximo, de una mayor cantidad de recursos, habrá que felicitarlos por la bola de cristal, arte adivinatorio que no cabe en el conjunto de sus creencias.

Luego de la gran farra unipopular, el Área Social ahora en quiebra quedó en manos de un estado igualmente quebrado, que para los militares implicaba la ocupación prioritaria de poner todo en funcionamiento en el menor tiempo posible. Dado que poner en operación un esquema productivo que recuperase, en parte, los niveles anteriores era un objetivo inmediato para el nuevo gobierno, entre las primeras medidas luego del catastro, estuvo devolver -en el estado que se encontraban- las empresas a sus legítimos dueños. Indudablemente, el criterio de selección tuvo sus matices, y algunas muy importantes quedaron en poder del estado hasta la operación de liquidación de activos denominada “Capitalismo Popular”, que convirtió en grandes empresarios a muchos “desinteresados” colaboradores del gobierno militar.  Sobre este proceso, el periodismo de izquierdas ha hecho generosas aportaciones informativas sobre el día después, mientras ponen su más generosa capa de olvido en la responsabilidad unipopular en este resultado final.

Cuando advino la restauración de la democracia partidista, los actos administrativos económicos de los militares no fueron revertidos, sino -por el contrario- profundizados. Habrá primado, posiblemente- el buen criterio que convenía mantener el $istema funcionando porque resguardaba bien el futuro personal de los nuevos administradores; lo cierto es que de esos tiempos hemos disfrutado de las mejores escenas de travestismo ideológico. Así, con lo macro-económico bien orientado quedaba un problema molesto pero no insoluble: mantener las máquinas partidarias es un gusto caro, sobretodo cuando los fervientes creyentes demócratas son negados al debido pago del diezmo.

Enfrentados gobierno y oposición al mismo problema, las soluciones fueron diferentes. En los primeros 20 años de gobierno liberal-socialista, bajo la conducción de la Concertación apoyada por el PC, el presupuesto nacional sufrió importantes expropiaciones para fines electorales. Un análisis detallado de la inversión pública, en períodos pre-eleccionarios, habría de mostrar aumentos sospechosos en los contratos que siempre beneficiaron a empresas ligadas con emprendedores empresariales ideológicamente comprometidos. En contraposición, los partidos de oposición tendrían que inventarse tributariamente las fuentes de financiamiento para equilibrar la partida. Y para ambos, durante un tiempo, las cosas funcionaron bien...

Hasta que los empresarios “de derechas”, que hicieron sus fortunas a la sombra del gobierno militar y sus leyes permisivas, dejaron de aportar significativamente a sus políticos al descubrir que los apetitos burgueses de los concertacionistas y asociados eran fácilmente saciables, acción que tenía la ventaja comparativa que -también- efectivamente se controlaban las demandas sociales. El mecanismo de los bonos -tan recurrido en los últimos gobiernos- mantuvo la ilusión de que la justicia distributiva venía llegando... desilusión que produjo el hastío que se capitalizó en la emergencia y accionar de los denominados movimientos sociales sectoriales de los años recientes.

De lo anterior, surgen naturalmente los casos Penta, Soquimich, Caval y otros por venir si la Fiscalía y los jueces obran de manera responsablemente independiente. Faltan en este desfile las empresas de Lucksic, de Angelini y de tantos otros que hoy exigen a sus parlamentarios y al gobierno poner fin a tan cruda exposición de sus miserias, dado que el caos está a la vuelta de la esquina.

Ante la evidencia de una corrupción generalizada, realidad siempre negada, ocultada o minimizada a nivel oficial, las autoridades deben encontrar una solución que no afecte lo esencial: el $istema que los tiene en sus cargos. Para colaborar en la supuesta solución, algunos bienpensantes dirán que tal situación es exclusiva responsabilidad de una ley que nunca se hizo porque -mientras las cosas funcionaban bien- no convenía a ninguno. Por lo demás, la existencia de tal ley -que se ha descubierto debe discutirse prontamente y que ya tiene comisión- tampoco es garantía de transparencia en el gasto electoral en un país acostumbrado a los vacíos legales.

Lo hemos dicho reiteradas veces, la solución no está en colorear de parches legales un estado que desde hace muchos se encuentra superado, que no tiene soluciones ni para el presente ni para el futuro.

Nuestra fórmula es simple, los chilenos deben adquirir la estatura histórica para atreverse a crear el Estado de Comunidad Nacional.

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