El término “arista” que se ha reiterado tanto estos últimos meses tiene un campo preferencial de uso inmediato: el que se refiere a la investigación de cierta corrupción. Y la corrupción de la cual se habla no es un fenómeno de segundas; por el contrario, se trata de aquella primerísima figura de la que siempre se ha evitado referirse en la narración nacional: los asuntos de la intocable élite empresario-política que, por estos días, inicia el proceso de formalización de unos pocos políticos implicados... por ahora.
Unas semanas atrás, la máxima autoridad del Estado de gira por Europa recordaba esta crucial referencia de nuestro maltratado catecismo republicano: “Chile es un país serio. Chile no es corrupto”. Y mientras ella repetía con profunda fe ese mensaje tranquilizador a la audiencia internacional, en Chile las veleidosas aristas seguían pinchando a la élite empresario-política, en un entramado transversal que ya poco sorprende, porque a nivel ciudadano las confianzas en la clase política no están en alto.
De pasada, nos viene bien recordar que cuando la santa comisión presidencial para tratar el tema de la corrupción engendrada en el maridaje empresario-partidario hizo entrega de sus conclusiones -repitiendo el guión del 2006-, solo los ilusos podían esperar un conjunto de medidas diferentes de las ya ensayadas, cuyo fracaso la actual situación evidencia dramáticamente. Guión repetido, fracaso anticipado. Para entonces, el hecho que no se comunicasen a los connacionales de inmediato tales propuestas fue una señal por cierto negativa; así el tiempo adicional de estudio que se auto otorgó la presidente Bachelet para reflexionar sobre las medidas administrativas fue perfectamente inútil, pues el peso de décadas de ilícitos está convertido en hábito.
Por más que majaderamente se intenta hacernos creer, el gobierno Pinochet no fue el creador de la situación actual, solo le dio el tiempo y los espacios para que, al fin, pudiésemos vivir a nuestras anchas siguiendo nuestro propio egoísmo.
En efecto, desde el regreso a la democracia, el único Fiat Lux aceptado por los concertacionistas y sus asociados comunistas para homenajear su épica fue mostrarse vistiendo las inmaculadas togas del renacer republicano, y cuando los actos de corrupción se hicieron groseramente evidentes y sucesivos fueron rápidamente silenciados por los honorables fiscalizadores a solo mérito de contar con más parlamentarios en la Cámara.Quizá fuese el temor a una transición inestable lo que libró en gran medida al gobierno de Aylwin de figurar como el adelantado de la nueva simbiosis empresario-política; mas su sucesor Frei Ruiz-Tagle dejó el campo abierto a la cosecha partidaria, en clara emulación del dicho frentepopulista “póngame donde haiga”. Desde entonces a futuro no hubo control hasta que se descubriese a Ricardo Lagos -ya investido de presidente- en esa “simple falta” de entregar sobres con dinero en efectivo como pago de “modestos” sobresueldos.
De las consideraciones anteriores, cualquier mente despierta podrá llegar a concluir que las “nuevas” medidas propuestas no tendrán ningún efecto práctico, por cuanto las bases del actuar corrupto no son ni serán modificadas por medio de decretos. En tanto, a pesar de lo ya conocido, el intentar subsistir cotidianamente es más gravitante para la mayoría de los chilenos que el detalle de la distribución de prebendas entre los que presuntivamente gobiernan y los extraordinarios beneficios para sus emprendedores mandantes.
Si luego del comentario anterior, todavía quedan algunos que llegan, con sinceridad de corazón, a creer que la implementación de las medidas administrativas propuestas por Engel y sus colaboradores, las que el gobierno bacheletista publicitó en cualquier horario y medio disponible, han de controlar -no eliminar- la corrupción en el país se equivocan por mucho. A lo más, servirán para recuperar “la normalidad” en el dibujo institucional, adormecer conciencias y proyectar, de nuevo, la imagen artificiosa de una democracia moderna, bien desarrollada y éticamente pulcra; una democracia visual, vistosa, sabrosamente diletante, con una juventud extraviada en modelos utópicos cuyos presupuestos ni siquiera comprende, pero de los que exige cabal cumplimiento porque está en su derecho.
Y como en nuestra sociedad se gusta tomar modelos de otros lugares del planeta para mimetizarnos o compararnos -particularmente modelos “exitosos” centroeuropeos bien garantizados-, podemos presentar un reflejo especular de nuestra inferioridad intelectual y moral con un resumen significativo de Tangentópolis, el escándalo de corrupción empresario-partidaria que desfiguró la escena política italiana, en la década del 90 del siglo pasado, poniendo fin a la Primera República y al régimen del Pentapartido.
El 17 de Febrero de 1992, un empresario extorsionado por un funcionario socialista para obtener la adjudicación de una propuesta pública decidió arriesgarse y hacer la denuncia ante la fiscalía de Milán. El juez de turno -Di Pietro- actuó con presteza y se detuvo in fraganti al hechor. De los interrogatorios e indagaciones posteriores se configuraron los delitos de corrupción, extorsión y financiamiento ilegal de los principales partidos políticos. El desfile de parlamentarios de todas las bancadas y de importantes empresarios ante los jueces dejó en evidencia una antigua red transversal de distribución de plantas negras.
La acción de la prensa llevó a los ciudadanos a manifestar su rechazo a tales prácticas; así en la elección de ese mismo año, los partidos tradicionales perdieron votantes en favor de nuevas formaciones partidarias (Lega Nord, la Rete) que prometían combatir la corrupción imperante. El año 1993, el intento del gobierno de despenalizar por decreto en forma retroactiva tales ilícitos profundizó la crisis y los partidos tradicionales se fueron atomizando, vaciamiento que favorecería el crecimiento de Forza Italia, partido importante en las futuras amnistías.
La crónica política, en pocos meses, se transformó en crónica roja, puesto un número significativo de implicados decidió la solución a la romana a la deshora pública y la cárcel. Un par de ellos dejaron junto a su confesión y despedida los documentos que incriminaban al resto. En tres años de investigación, de los diez que duró, los jueces dictaron más de 1200 condenas efectivas. Otros miles se salvaron por efecto de las prescripciones. Con todo, veintitrés años después, la calidad de la democracia italiana no ha mejorado dado que la corrupción se mantiene.
Regresando a lo nacional, en que hay una Tangentópolis inversa, bajo la lógica del predominio de los partidos políticos -sea en régimen presidencial que parlamentario- se requiere de una sólida, aunque transitoria, mayoría en las cámaras para gobernar; y si eso no le dice algo a nuestros salvadores progresistas que se encuentran bien protegidos en su burbuja representativa es que se encuentran fuera de la realidad. De prolongarse esta visión, en un par de décadas con meas culpas insinceros estarán “descubriendo y horrorizándose” la prevalencia de los mismos delitos que hoy intentan, vanamente, que no los salpiquen.