Uno de los recursos más conocidos para restringir la naturaleza real de la política es el reducirla a una forma de gestión para la superación de la pobreza, fenómeno que en Chile atraviesa a todas las corrientes políticas en el poder, así como a diversas instituciones culturales y religiosas. Evidentemente los nacionalsindicalistas estamos por dicho objetivo, pero dentro de una meta más amplia que es un orden social basado en la justicia social y la unidad nacional; por lo que nos preguntamos a que viene este fenómeno político-mediático de la “lucha contra la pobreza” y su impulso tan masivo en los últimos años, sobre todo considerando que los resultados efectivos en la materia dejan bastante que desear.
Tradicionalmente, y hasta muy entrado el siglo XX, la pobreza era mirada por las elites conservadores como un designio del orden divino y natural: la existencia de muchos pobres y pocos ricos era una fatalidad que debía aceptarse –por los pobres, obviamente- con resignación y humildad, siendo toda reforma social un atentado contra el orden natural y un pecado de codicia, doctrina que en Chile fue afirmada por la facción más clerical y ramplona del Partido Conservador, la misma que silenciaba encíclicas como Quadragessimo Anno en sus medios escritos. Los pobres debían trabajar “por el aguijón de la pobreza” y los ricos, por el “incentivo de la riqueza”, siendo la actividad limosnera y filantrópica la forma de mantener una supuesta armonía social, la cual aseguraba a los pobres una vida modestísima pero alejada de vicios morales, y a los ricos aseguraba el no caer a los infiernos por egoísmo... y todos felices
No es de extrañar que dicha visión interesada y teñida más de fatalismo griego que de doctrina católica hiciera agua fácilmente ante el embate de los diversos movimientos de izquierda dentro de la clase trabajadora. Para marxistas y otros personajes similares, la pobreza no era un tema, lo importante era el “proletariado” como masa explotada, compacta y vengativa dispuesta a hacer la revolución y destruir el orden capitalista, aún a costa que las carencias materiales del sistema vigente sean llevadas a un límite insuperable, mediante un sistema de explotación de todos los trabajadores por parte de una minoría de fanáticos. Si para nosotros la pobreza es un problema de justicia que debe ser solucionado, para los propagadores de la lucha de clases la única solución es llevar la injusticia hasta su máximo grado, para poder aplicar el salvaje desquite sobre la burguesía y esperar que algún día llegase el paraíso de los trabajadores, día que cada vez parece más lejano en los regímenes socialistas.
Aunque estas dos visiones marcaron el carácter de la lucha política por varias décadas en Chile, pero han quedado desplazadas, una vez restablecida la democracia de partidos en 1990. A pesar de las aparentes diferencias entre las dos coaliciones gobernantes, los temas relativos al enfrentamiento de la pobreza han quedado cubiertos bajo el manto sagrado de la economía de mercado -matices más matices menos- y ambas corrientes utilizan simultáneamente dos enfoques distintos pero complementarios para enfrentar dicha realidad social:
El enfoque tecnocrático está destinado a los agentes dedicados a las tareas sociales de los organismos públicos y es elaborado por los cerebros de los think-tanks, que se han convertido los verdaderos generadores de ideas. Convierte a los pobres en simples estadísticas y variables, y a la pobreza en un problema de “políticas públicas”, ese conjunto de recetas técnicas generadas por los iniciados en las ciencias económicas frente a las cuales nadie puede oponer su profana ignorancia. Ya se trate de la caridad pública en forma de derrochadores subsidios o en liberales llamados a la “capacidad emprendedora”, este enfoque no cree en la participación organizada y decisiva de las comunidades en la solución de sus problemas materiales, sino que los deja totalmente a cargo de la suprema clarividencia de quienes se sienten con el derecho de programar la sociedad desde sus mullidos sillones y sus salones de conferencias.
El enfoque sentimental, en contraste es un producto destinado generalmente al consumo masivo y, en menor medida, a los futuros “líderes” de las tiendas políticas para darles una mística que supla los vacíos doctrinarios cada vez más brutales. El núcleo básico de este enfoque es la compasión, aún cuando se disfrace de “búsqueda de la justicia”, ya que se trata de mirar al pobre como una criatura desvalida que necesita ser auxiliada permanentemente; en nuestro medio se habla de ver en los pobres “el rostro de Cristo” lo que inicialmente tuvo la recta intención de restaurar la dignidad de la persona, pero la práctica filantrópica nacional lo convirtió en otro medio de mantener el sistema de caridad lastimosa y emocional, que requiere de contingentes juveniles bienintencionados confiadas en la efectividad de programas asistencialistas así como de los mencionados “líderes” que se autopromocionan para aparecer algunos años después de candidatos a diputados o directores de centros de estudios.
Aunque ambos enfoques trabajan en diversos códigos, se complementan a la perfección al servicio del sistema. La fría tecnocracia sirve para frenar idealismos excesivos en gestación de las políticas públicas mientras que el sentimentalismo rodea a la primera de un pretendido toque “espiritual” que la hace digerible y motivadora; por otro lado, los centros de estudios y los partidos políticos se alimentan de los semilleros formados en algunos programas asistencialistas y, a la vez, aquellos promueven por todos los medios de comunicación la importancia de dichos programas a los cuales se les presenta como la única para derrotar la pobreza (no se crea que atacamos el voluntariado, sólo la exageración de su efectividad) descartando de plano todo cambio revolucionario Como se ve, todas las fisuras se llenan y todos salen ganando, tanto los manejadores del sistema, los que tratan de trepar dentro del mismo y lo que sinceramente creen luchar por un Chile más solidario, aunque a éstos se les presenta el dilema final de la frustración o la integración a la maquina.
¿Cuál es nuestra posición?
Creemos que los compatriotas que viven en situaciones de carencias materiales o morales (no olvidemos la pobreza espiritual de estos tiempos) son chilenos iguales a nosotros en deberes y derechos, que necesitan ser ayudados, pero que deben asumir por sí mismos la tarea libertadora de los yugos del poder financiero y la partitocracia. Creemos que la organización política que proponemos -El Estado Nacionalsindicalista- es un instrumento adecuado que permitirá a todos los ciudadanos en sus núcleos vecinales y regionales el implementar las políticas necesarias para solucionar problemas de empleo, salud, vivienda, etc., donde los técnicos aportarán conocimientos y análisis, pero no seguirán siendo gestores desvinculados de la realidad social. Consideramos que una organización económica que de participación en el beneficio de la empresa y decisión sobre el destino de sus ahorros, permitirá que los trabajadores puedan alcanzar la justicia en la distribución del ingreso y una verdadera libertad en el uso de los recursos personales y colectivos, en oposición a la “libertad” que tenemos hoy de escoger ¡obligatoriamente! entre dos o tres plutócratas que gestionan nuestro dinero en su propio beneficio.
Nuestro enfoque hacia la pobreza es simple y categórico: implantar la justicia en la distribución del poder político, económico y cultural entre todos los chilenos. El Nacionalsindicalismo no habla de “pobres”, sino solamente de chilenos, iguales en derechos y en deberes y serán los chilenos los que han de luchar por la justicia, unidos y organizados, acabando con la lucha de clases y la explotación de nuestros compatriotas.