Ante el punto muerto en que parece estar la solución del presente conflicto social, están surgiendo diversas peticiones, incluso de algunos dirigentes estudiantiles, en orden a exigir un plebiscito nacional mediante el cual “la mayoría decida” sobre los grandes problemas de la educación. Sin mucho argumento racional, se incurre en el lugar común de que la llamada voluntad popular soberana debe ser “restituida” en su poder decisorio.
Pero ¿qué es realmente un plebiscito? Una votación de todo el cuerpo electoral sobre cuestiones que le son formuladas por un sujeto legitimado políticamente para ello, y ante las cuales sólo es posible decir sí o no, sin discusión ni matices, aún cuando la consulta se fraccione en partes o temas separados. Los promotores de esta iniciativa no han reparado en tres problemas fundamentales:
En primer lugar: Sea que se utilice como ratificación popular de proyectos ya elaborados o como un punto de partida para iniciar la discusión de aquellos, este último proceso siempre será realizado dentro de un grupo restringido, y en una democracia liberal, ese grupo serán siempre los delegados de la plutocracia: partidos, tecnócratas y -como mucho- dirigentes gremiales cooptados. La comunidad organizada queda siempre al margen, pues sus jerarquías naturales están fuera del esquema institucional, no son “representativas” de la mítica voluntad popular supuestamente encarnada en el Parlamento.
Ojo, que la discusión política termine siempre en manos de un grupo restringido no es un juicio de valor, es un dato de realidad. El punto es si esa minoría, que integra a todas las capacidades que la Nación, puede aportar desde la base o sólo la expresión de parásitos encumbrados.
En segundo lugar: Como todo acto electoral de masas, el plebiscito está sujeto a todas las manipulaciones propias de un régimen político secuestrado por el poder financiero y en que la movilización de esas masas por consignas y caudillismos es más fuerte que todos los argumentos racionales. Así, una vez fijados los términos de la pregunta por la casta gobernante, se pondrán en marcha los medios de masas financiados por el capital y el resultado, sea cual sea, estará dentro de márgenes que el propio sistema ha previsto para su perpetuación. Es necesario un control previo sobre la relación de dinero y política, que aún sigue pendiente.
En tercer lugar, y lo que es más grave, está el escollo de la fuerza vinculante del plebiscito. Como en Chile no está previsto este tipo de votaciones para los fines que se desean, de no mediar una reforma constitucional, -lo que nos regresa al campo del régimen de partidos- aún si la consulta se realizara, la clase política perfectamente puede negarle efectos jurídicos sin sonrojarse lo más mínimo. Ante tal escenario, sólo queda la posibilidad de garantizar su ejecución mediante la fuerza extrainstitucional, sea cual sea el medio, lo que implica desconocer las instituciones del régimen.
Todo lo anterior nos lleva al problema del poder, que el mismo Lenin calificara como “problema fundamental de la revolución”. La votación popular no vale nada si no existe una fuerza social y política organizada, que haga valer sus resultados y los traduzca en normas y programas de gobierno Una fuerza que debe cumplir las siguientes tareas:
1) Formar la opinión de las comunidades de la Nación más allá del poder mediático;
2) Comprometerse con un Proyecto de Nación integral, sistemático y maduro, que incorpore nuevas formas políticas, económicas y culturales (lo que incluye la educación, por cierto), y
3) Generar los dirigentes surgidos de la propia comunidad, capaces de condicionar a la clase partitocrática y, finalmente, sustituirla. Esa fuerza social no es otra que la Comunidad Nacional organizada a través de sus cuerpos sociales, los cuales -desterrando tanto el tutelaje mafioso de los partidos como el asambleísmo permanente e irresponsable- son capaces de generar proposiciones, deliberar sobre ellas, difundirlas y, eventualmente, obtener el poder necesario para llevarlas a cabo.
Ya tras el terremoto se mostró a la comunidad luchando contra la ineptitud de municipios y funcionarios centrales. Ahora se está viendo cómo personas comunes y corrientes hacen frente en marcha a los provocadores de Estado y a los anarquistas de mercado. Les queda poco tiempo también a los marxistas posmodernos, cuyo sueño sigue siendo un pedazo de la torta.
En el fondo, los que elevan el plebiscito a la categoría de panacea aún “creen” en el régimen liberal (pues sus declaraciones son ante todo actos de fe) y esperan una vez “escuchada la ciudadanía”, la clase política se limitará a solucionarles el problema tal como ellos vagamente imaginan, y la decepción inevitable origina los círculos viciosos del sistema que logran casi siempre corregirse con más ofertones e ilusiones ofrecidas a la masa.
Se olvida, además, que los recientes cambios ratificados plebiscitariamente en varios pueblos del cono sur tuvieron como precedente la generación de liderazgos y movimientos nacionalistas ajenos a la clase política y con la voluntad clara de construir un Nuevo Estado, siendo asambleas constituyentes, votaciones y textos jurídicos sólo los puntos de partida –o la ratificación- de procesos más profundos. Falta todavía desarrollar en la dirigencia de los movilizados el sentido de Nación, de chilenidad, superando la mentalidad globalizante, de ciudadanos del mundo, funcional a los poderes dominantes.
Por lo tanto, la tarea no puede ser darle otro perdonazo al régimen y sus sátrapas mediante el sufragio de masas. La tarea es darle forma al poder de las comunidades -lo que ya se está dando poco a poco- y nutrirla con un proyecto de Nación bien definido. Esto último es la tarea particular del Nacionalsindicalismo.