Desmitificando la democracia representativa desde Arendt

Desmitificando la democracia representativa desde Arendt

El discurso de Hannah Arendt ha dejado al descubierto la preponderancia de la mejora de los espacios públicos en pos de una mayor acción política. Distingue la acción de la representación y genera una fuerte crítica a la metodología que aplican los partidos políticos modernos respecto al rol ‘representativo’ de la ciudadanía y de la democracia en sí. Arendt impulsa la discusión respecto a la función que deben establecer los sistemas y, así mismo, advierte el proceso de crisis.

El desarrollo de la política moderna ha evolucionado originando procesos para la participación ciudadana. ´Lo democrático’ es una práctica que comúnmente la sociedad ha utilizado para poner en manifiesto la opinión respecto a ciertas vicisitudes. La elección del parlamento y de la presidencia, las juntas locales, asambleas comunales e incluso la estructura organizacional de la política universitaria, secundaria y de sindicatos dejan al descubierto la relevancia que la población ha dispuesto a este modo para la toma de decisiones. Sin embargo, la función de todas estas entidades en algún momento ha puesto en disputa su legitimidad. ¿Es acaso un proceso democrático-representativo un proceso legítimo? Es aquello a lo que Arendt hace referencia.

La representatividad y la participación son vinculados actualmente como dos procesos casi-complementarios. Por un lado, la democracia establece que el modo de ejercer el gobierno de los muchos debe desarrollarse bajo la delegación de la soberanía como proceso participativo, para así otorgar representatividad a quien ha de recibir dicho poderío. El asunto parece tener lógica, sin embargo estas dos etapas, según la teoría de Arendt, deben poseer una total distinción y separación una de la otra. Por un lado, ella asume la participación como acción, y aclara que esta debe surgir dentro de un espacio público, permitiendo la creación de condiciones necesarias para el hablar y el actuar en forma común. Por otra parte, Arendt realiza una fuerte crítica a la representatividad del proyecto democrático moderno, señalando que la adaptación de la ciudadanía a la delegación del poder implica la eliminación de la participación, puesto que se reserva la participación directa a quienes poseen los cargos políticos.

El problema de la ‘crisis’ de la representatividad o ‘crisis’ de la institucionalidad es un conflicto que no se aborda como un problema en sí, sino que se caracteriza por conformar un cuestionamiento al modo en cómo se lleva a cabo la política. En la actualidad, la democracia como el gobierno del pueblo, la representatividad y la legitimidad del sistema causan especial polémica cuando la votación se traduce a la materialización más cabal de la participación. Esta disyuntiva sobre el poder, Arendt la traduce a las consecuencias del modelo liberal, el cual impulsa la protección del bien privado de la ciudadanía y otorga al Estado la mayoría de las decisiones que contemplan lo público.

Dicha aseveración se respalda en la conformación del Estado chileno. Los poderes del Estado han implementado la ley en conjunto para velar por su cumplimiento dentro de los gobiernos. El legislativo crea la ley, el ejecutivo aplica la ley y finalmente el judicial formaliza su ejecución, sancionando su incumplimiento.

Volviendo a lo que indica Arendt respecto a la participación, la representatividad de la ciudadanía dentro del parlamento no se ha traducido a propuestas que salen del ‘pueblo’; sino más bien estas son vinculadas principalmente a acuerdos entre partidos para determinar ciertas conveniencias individuales. Incluso, la votación de ciertas leyes o proyectos recaen en personas que desconocen los contextos en los que se desarrollan estos programas, justamente porque no existe una relación directa entre representados y representantes, no hay una vinculación, pues, con la realidad concreta.

Hablando en términos más recientes, la aplicación del voto voluntario y, específicamente las altas tasas de abstención dentro de las elecciones municipales, parlamentarias y presidenciales han permitido generar un análisis de este comportamiento en la ciudadanía. Fuera de las interpretaciones sobre la flojera, el desencanto y otras razones que esgrimen unos y otros grupos políticos; la conducta de la abstención del sufragio ha dejado en manifiesto desinterés en la dirección de la política. Sin embargo, ¿es acaso el sufragio un punto decisorio en el rumbo que toma el país?, ¿existe acaso mayor participación por el sólo hecho de ir a votar?

El modelo liberal ha establecido dentro de sus lineamientos dotar al aparato con características administrativo-económicas más que esencialmente políticas; explicando así la poca variación que generan en el país los proyectos a realizar. Vale decir, el cambio de gobierno no es más que la renovación del Gerente de Recursos Humanos en un retail de renombre, donde aquel proceder ciudadano de la abstención es una clara muestra de la deficiencia que hoy cumple la política, explicando así la desmotivación de chilenos a emitir sufragios.

El debate sobre la representatividad parece más interesante cuando se habla de legitimidad. Lo legítimo para Arendt, dentro su teoría, indica que la soberanía debe surgir desde la comunidad y los núcleos, mucho más abajo de la propia autoridad. Con ello, se permite la práctica de la participación pública y política, garantizando así la acción “de ciudadano”. Curiosamente, no habla de la participación ciudadana como un tema de justicia, sino lo aborda dentro de la “prosperidad” que puede generar este tipo de ‘acción’ a los nuevos procesos y, además, permite incorporar una mejor concepción de los valores que rigen la sociedad.

La legitimidad hoy, estriba en el sufragio; vale decir, volviendo a lo señalado con anterioridad, independiente a si la elección de representantes sea un deber o un derecho, lo legítimo se basa única y exclusivamente en la soberanía que deposita cada ciudadano en las urnas; y no en las acciones que llevan a cabo los representantes. En otras palabras, la justicia y la validez que definen lo legítimo están disueltos en el cheque en blanco que la ciudadanía entrega cada cuatro u ocho años.

El reflejo de esta problemática es cabalmente presentada en la práctica de la política del ‘bien común’. El slogan de las campañas de marketing y los mensajes de los candidatos a cuál sea el cargo, plantean generar un compromiso real con la ciudadanía, representando sus necesidades y deseos más grandes. No es de negar que efectivamente exista el propósito de lograr dichas transformaciones; sin embargo, la praxis indica que la composición del poder entre mandos medios y altos hacen que la mayoría de las autoridades acojan el tema de la representatividad democrática como una oportunidad al beneficio personal, reduciendo de ese modo y bajo la lógica liberal todo espacio de discusión política fuera de la propia institucionalidad.

A diferencia de los griegos, Arendt no considera el espacio político como un espacio físico, sino que contempla la idea de forjar un terreno ideal de discusión y acción común en cualquier localización. Bajo este criterio, sería válido hacerse la pregunta que si la acción política como participación pública existe en Chile. Las juntas vecinales, consejos comunales, consejos escolares, los centros de estudiantes y ‘las bases’ han generado espacios de discusión y participación en cierto modo acorde a lo que señala Arendt, sin embargo ¿han sido suficientes?, claramente no. La legislación, el mismo Código del Trabajo o los manuales de convivencia, dejan en manifiesto las trancas que interpone el Estado para la centralización del poder. Esto nos demuestra que la discusión y la participación en el ámbito público son insuficientes si no hay deliberación y una decisión de suficiente envergadura. Aquel es ejercicio de poder que el Estado no está dispuesto a permitir fuera de la institucionalidad.

Es lamentable que la sociedad no tenga una mayor inclusión en los procesos decisivos. La democracia como ‘El Gobierno de los muchos’ o ‘El Gobierno del pueblo’ suena más a los sueños de Roxana Miranda, que la realidad concreta. Los deseos de Hannah Arendt, por sí, entregan mayores herramientas a la ciudadanía para ser partícipe de las decisiones de Estado; sin embargo, el contexto chileno está lejos de brindar dichas características, por su legislación y el rol que cumple el sistema democrático-representativo. Ni hablar de los partidos políticos y aquella especie de monopolio de la representatividad.

A partir de todos estos aspectos se aclara una vez más que la función de la democracia representativa radica principalmente en hacer más aceptable el Estado liberal. Como bien indica Arendt, es necesaria la participación política; sin embargo, su aplicación debe poseer más líneas de acción que el propio debate de ideas y la amplia interacción común. La acción debe materializarse dentro de medios que ella, erradamente, no considera políticos, como la violencia, y es aquello a lo que la cultura chilena no ha accedido con facilidad. Los hombres de mayor poder han desarrollado un sistema que sin duda ha calzado con sus intereses particulares, dejando de lado el concepto de gobierno del bien común. Ello ha generado incluso que la democracia representativa haya desarrollado fuentes históricas y aprehensiones valóricas que lo han garantizan casi como ‘¡el mejor sistema de gobierno del mundo!’. Sin embargo, los datos demuestran que esta ‘forma’ de llevar a cabo la política ha forjado sólo una vil excusa, puesto que, para el lamento de la ciudadanía, la democracia representativa no es precisamente representativa, no es participativa, no es legítima y menos aún… no es el gobierno del pueblo.

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